Algunos libros duermen congelados desde la adolescencia, etapa en la que las palabras asimiladas forman un manto fértil sobre el que crecen la imaginación y el juicio, y ahí permanecen hasta que la “inevitable casualidad” hace que vuelvan a tu encuentro. La vida es larga.
Sucedió con Kafka, que me capturó de nuevo en un estante sorprendente de una casa rural. La casa, regentada por una pareja de alemanes, disponía de un ejemplar de una biografía fotográfica, donde podía verse, aparte de los esbeltos dibujos que el autor realizaba por doquier, alguna de las cartas escritas a Felice Bauer. El azar quiso que mi libro de viaje fuese “El último lector”, uno de cuyos capítulos se centra en Felice como lectora-amante. “Cartas a Felice” es una colección epistolar unívoca (Kafka no conservó la correspondencia) durante unos 5 años casi diaria.
Aparte de autores alemanes, la estantería abundaba en obras de Banana Yoshimoto, Henning Mankell, Haruki Murakami, por supuesto Javier Marías. “Leben, um davon zu erzählen”.
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