Siempre he creído que se le da excesiva importancia a las piedras viejas, o sea, que creemos más valiosa la historia humana que la natural.
La gente bien de Cáceres reniega del Womad porque la peña mea en la ciudad vieja, ¡sacrilegio!, mientras que yo he visto a una señora con tacones (¿cómo habría llegado allí?) apagar una colilla en el Castaño el Abuelo, del que hoy, día aciago, dicen las noticias (que no quiero creer porque los chismes corren más rápido que el fuego y él ya ha sufrido muchos incendios e incluso su interior ha servido de chimenea de pastores) que lo han quemado. Quizá sea tan sensible a la desaparición de un bosque, de un árbol, como Ideafix (eso me pasa por leer tantos tebeos de chico), pero aunque no me gustaría que despareciese el casco antiguo de Cáceres o el Puente de Alcántara, soy consciente de que estos últimos los ha hecho el hombre y él mismo sería capaz de volverlos a construir. El Puente de Alcántara, sin ir más lejos, fue semidestruido durante la Guerra de la Independencia, y ahí sigue, flamante y resistente al tráfico. Un bosque no volveremos a hacerlo aparecer porque siempre llegará un camión de hormigón antes, porque los camiones de hormigón están acechando tras cualquier esquina, esperando el momento en que no estemos atentos para hacer un poco más plano el mundo, un par de autovías por aquí, un Ave por allá, un restaurante con hotelito cuatro estrellas para que la señora de los tacones pueda llegar, comer, mear y dormir mientras su marido caza perdices de plástico en eucaliptales de plástico, y por la noche se puedan tomar una copita de plástico viendo la televisión del bar del hotel.
Un bosque no volveremos a verlo aparecer porque una vez haya llegado el camión de hormigón, la grandiosa obra de ingeniería que viene detrás pertenece al patrimonio del hombre y eso es intocable. Aunque siempre quedará un artista que sea capaz de llamar bosque a ésto:
La gente bien de Cáceres reniega del Womad porque la peña mea en la ciudad vieja, ¡sacrilegio!, mientras que yo he visto a una señora con tacones (¿cómo habría llegado allí?) apagar una colilla en el Castaño el Abuelo, del que hoy, día aciago, dicen las noticias (que no quiero creer porque los chismes corren más rápido que el fuego y él ya ha sufrido muchos incendios e incluso su interior ha servido de chimenea de pastores) que lo han quemado. Quizá sea tan sensible a la desaparición de un bosque, de un árbol, como Ideafix (eso me pasa por leer tantos tebeos de chico), pero aunque no me gustaría que despareciese el casco antiguo de Cáceres o el Puente de Alcántara, soy consciente de que estos últimos los ha hecho el hombre y él mismo sería capaz de volverlos a construir. El Puente de Alcántara, sin ir más lejos, fue semidestruido durante la Guerra de la Independencia, y ahí sigue, flamante y resistente al tráfico. Un bosque no volveremos a hacerlo aparecer porque siempre llegará un camión de hormigón antes, porque los camiones de hormigón están acechando tras cualquier esquina, esperando el momento en que no estemos atentos para hacer un poco más plano el mundo, un par de autovías por aquí, un Ave por allá, un restaurante con hotelito cuatro estrellas para que la señora de los tacones pueda llegar, comer, mear y dormir mientras su marido caza perdices de plástico en eucaliptales de plástico, y por la noche se puedan tomar una copita de plástico viendo la televisión del bar del hotel.
Un bosque no volveremos a verlo aparecer porque una vez haya llegado el camión de hormigón, la grandiosa obra de ingeniería que viene detrás pertenece al patrimonio del hombre y eso es intocable. Aunque siempre quedará un artista que sea capaz de llamar bosque a ésto:
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